Se trata de la sociedad derrumbándose
"Un film no vale sólo por aquello que atestigua, sino por la aproximación socio-histórica
que autoriza", postuló el historiador Marc Ferro, (1)
a propósito del rol determinante que el cine ha cobrado como fuente y agente
de historia en las últimas décadas. En este sentido, toda película -aun la de
reconstrucción histórica- puede leerse como testimonio de la sociedad que la
produce; como catalizador de los deseos, sueños, incertidumbres y frustraciones
colectivas y, también, como virtual representación ideológica de su tiempo.
Lejos de la apreciada afirmación de valores y de la lúdica función catártica
que otrora cumplieron los géneros cinematográficos, gran parte del cine de hoy
se ofrece más como una irrefrenable emergencia de lo real (de ahí, tal vez,
la frecuente mezcolanza de ficción y documental que hay en estas películas)
que como modelos culturales estándares o como la revelación privilegiada de
un creador (2) que tanto promovió el
cine de autor de los años sesenta y setenta.
Concretamente, si pensamos en el escenario urbano de los globalizados 90, las
urgencias de la agenda social imprimen (con escasos matices) en películas como
la argentina Pizza, birra, faso (de Bruno Stagnaro y Adrián Caetano, 1996),
la española Barrio (de Fernando León, 1997), la mexicana Amores perros (de Alejandro
González Iñárritu, 2000), la colombiana La virgen de los sicarios (de Barbet
Schroeder, 2000) y la francesa El odio. En todas priva el tema de la marginalidad
y la violencia a partir del retrato de una generación de jóvenes sin rumbo ni
ambiciones y sin un mínimo proyecto de vida. En todas, se vislumbran como factores
casi excluyentes el desempleo, la degradación física y moral, la falta de contención
familiar, la ausencia de referentes positivos. En el caso de El odio, además,
actúan como disparador y agravante del conflicto la xenofobia y la arbitrariedad
policial. Dos de las cuestiones sociales más preocupantes que enfrentan la comunidad
y las autoridades francesas de este fin de milenio. Al respecto, señaló la ensayista
Myrto Konstantarakos: "Tal vez a Kassovitz le hubiera gustado que su film resultara
controvertido, pero en cambio fue visto y considerado por los medios y por el
gobierno como un documento instructivo, como un verdadero registro de la sociedad
francesa". (3) De este modo, trasvasando
el plano cinematográfico y enfatizando el costado militante que en el fondo
anima a todo film social, El odio se convirtió en un eficaz y operativo agente
de historia. Retrató una problemática, propuso un punto de vista y reinstaló
un debate que venía antecedido por un hecho real: el asesinato de un joven árabe
a manos de la policía.
"La cuestión no es cómo se cae, sino cómo se aterriza -repite en el final la voz en off-. Se trata de una sociedad derrumbándose". En el film no hay respuestas, ni normativas. Sólo el llamamiento a considerar las causas y variantes de la caída antes de dar con tierra.