Federico Fellini, el gran demiurgo
"Me he inventado todo para luego poder contarlo: una infancia, una personalidad,
nostalgias, sueños, recuerdos..."
Federico Fellini
Antes de dedicarse al cine, Federico Fellini (1920–1993) fue caricaturista,
redactor en la sección policial de un periódico, guionista de
comics y de programas radiales, autor de scketches para la compañía
teatral de variedades de Aldo Fabrizi y diseñador de gags. Un abanico
ecléctico y potente que, sin dudas, impactó sensiblemente en el
imaginario creador del futuro cineasta. Por entonces, el cine italiano se debatía
entre la comedia ligera y la monumentalidad fascista, en tanto que el neorrealismo
cristalizaba tibiamente sus primeras obras de la mano de Vittorio de Sica (Los
niños nos miran), Luchino Visconti (Obsesión) y Alessandro Blasetti
(Cuatro pasos por las nubes).
Al término de la guerra, Fellini conoció a Roberto Rossellini
y colaboró con él en el guión y en la asistencia de dirección
de Roma, ciudad abierta (1945). Su carrera como guionista continuó
luego con Paisá (1946); L’amore (1948) y Europa
51 (1952) -todas de Rossellini- y con trabajos para películas de
Pietro Germi, Luigi Comencini y Alberto Lattuada. Con este último, en
1951, compartió su primera experiencia como director (Luces de varieté)
y, al año siguiente, se lanzó a hacer su primer largometraje solo
(El jeque blanco). Verdadero punto de partida en la filmografía
de Fellini, El jeque blanco prenuncia rasgos que pronto definieron su estilo
y presenta a algunos de los integrantes de su tradicional equipo (tales son
los casos de Tulio Pinelli y Ennio Flaiano en el guión, Nino Rota en
la música). Aún bajo la órbita neorrealista, en 1953 dirigió
Los inútiles, una evocación de la vida provinciana que tan bien
conoció Fellini durante su infancia y juventud en Rímini. Pero
ya, al año siguiente, saltó el cerco del realismo y se sumergió
en la fantasía carnavalesca con La strada. El film, protagonizado por
Anthony Quinn y Giulietta Masina, representó el primer éxito internacional
para Fellini. Con él recibió su primer premio Oscar (a lo largo
de su carrera lo ganó cuatro veces en el rubro a Mejor película
extranjera) (1) e ingresó en
la consideración de la crítica como uno de los directores-autores
más personales y geniales de la época.
En los años que siguen, dice Carlos Colon Perales, "el proceso creador
felliniano dará el radical y definitivo paso que lo situará en
las puertas del absoluto cinematográfico buscado. Es un período
de una inquietud, de una riqueza y de un riesgo extraordinarios. De él
nacen dos obras maestras absolutas de la historia del cine: La dolce vita
y Otto e mezo". (2) Desmesurado,
exhuberante y barroco en las formas, biográfico y subjetivo en los contenidos,
el Fellini de esta etapa define -como nadie antes en la historia del cine- un
universo personal e íntimo. Como señala Enrique Monterde, éste
es el momento en que su obra pasa de la tercera a la primera persona narrativa.
"Es el inicio de una línea ensayística original que se vale de
la ficción subordinándola a los intereses expresivos del autor".
Lo onírico, las mujeres, el decadentismo burgués, la fe religiosa,
los recuerdos infantiles, la creación artística y la misma institución
cinematográfica se afianzan en los títulos sucesivos (Julieta
de los espíritus, Apuntes de un director, Roma, Amarcord). En lo que respecta a la concepción plástico-visual,
la apoteosis felliniana culmina en 1976, con Casanova. Un film que
exacerba la espectacularidad y el artificio de la puesta en escena pero que,
al mismo tiempo, propone una austeridad (casi mecánica) de los recursos
dramáticos. "Hace demasiado tiempo que me dedico a hacer autorretrato,
dijo Fellini. Después de terminar Casanova me pregunté
a mí mismo qué me pasaba ¿Por qué he hecho un film
de dos horas y media, dirigido contra mí mismo? Y sólo he encontrado
una explicación: la película es un límite, quiero decir,
un fin; el fin de una estación, pasado el cual habrá que cambiar
el punto de vista (...). Después de esta película tendré
que hacer algo, más adulto, más comprometido". (3)
Eran los convulsionados años setenta. La joven camada de cineastas, surgidos
a fines de la década anterior, había instaurado con la crítica
y la denuncia política nuevos rumbos para el cine italiano (recuérdense
películas como La clase obrera va al Paraíso, de Elio
Petri, Portero de noche, de Liliana Cavani y El caso Matei,
de Francesco Rosi). Fellini, entonces, sale de su universo autobiográfico
y propone una abarcadora metáfora de la sociedad y del individuo en Ensayo
de orquesta. El orden, el caos, el poder, la represión, la demagogia,
aparecen representados en los dichos y acciones de este grupo de músicos;
mientras, en el subtexto, retorna una de sus sempiternas inquietudes temáticas:
la creación artística. Aquí, desmitifica la concepción
áurea que suele concedérsele al acto creativo. Producir arte conlleva
esfuerzo, trabajo, rutina, incluso, en el caso de un arte colectivo -como ocurre
en una orquesta (y también en el cine)- implica "armonizar" las relaciones
interpersonales entre los hacedores. Desde otra perspectiva, la austeridad visual
de esta película contrasta con la grandilocuencia escénica de
la siguiente: La ciudad de las mujeres, un ejercicio privado de artesanía
cinematográfica en la que el regista se interesa más por la construcción
de la imagen y por el desafío técnico que por los resultados,
según Colón Perales. (4)
Plásticamente impecable pero con una narración inconexa, La
ciudad de las mujeres es, tal vez, la obra menos interesante de esta etapa
que culmina con la esplendorosa Y la nave va; irónico poema
sobre el mundo de la ópera.
La última etapa en la obra del "gran demiurgo" está signada, más
que nunca, por la nostalgia. El homenaje al cine clásico y la voracidad
ridícula del espectáculo televisivo (Ginger y Fred),
su propia carrera cinematográfica desde los comienzos en Cinecittá
hasta el actual rodaje de una película (Entrevista) y la fábula
delirante en la que tiende un puente con Roberto Benigni (Las voces de la
luna), tienen sabor a dulce despedida. Luego del rodaje de ésta,
su última película, dijo irónicamente: "Estoy un poco cansado,
tal vez porque es la primera vez que hago una película a los setenta
años, cosa que no me había pasado nunca".
A través del cristal norteamericano
Algunos años después del estreno de Los inútiles,
la prestigiosa crítica norteamericana Pauline Kael publicó un
artículo sobre el film de Fellini. Insólito en algunos aspectos,
este escrito deja, no obstante, vislumbrar la diferencia de criterios y costumbres
culturales que existían entre Italia y Estados Unidos en los años
cincuenta.
"Muchachos frustrados de un pequeño pueblo con la cabeza llena de grandes
ideas, hijos de familias indulgentes de clase media, viven pidiendo dinero a
sus padres, holgazaneando y soñando con mujeres de riquezas y gloria.
Desperdician sus energías en búsquedas idiotas; sean cuales fueren
sus sueños o sus ideales, son patéticamente infantiles o corruptos,
Fellini enfoca el tema con una perspectiva enteramente distinta a la actitud
revelada por Hollywood en, por ejemplo, El salvaje. (5)
Su tratamiento es ambiguo, una mezcla de sátira amarga y de aceptación
cálida. En ningún momento sugiere que estos muchachos deban ajustarse
a alguna norma; observa sin condescendencia la farsa de sus vidas sin objeto
ni rumbo.
Los norteamericanos sostuvieron que los actores eran demasiado viejos para sus
papeles; los europeos replican que no comprendieron el verdadero sentido del
film; que no son los actores, sino los personajes que representan quienes son
demasiado viejos para las vidas parásitas que llevan. (...)
En 1953, nada indicaba en el trabajo de Fellini que el camino que toma el muchacho
de provincia conducirá a la corrupción urbana de La dolce vita.
(Dicho sea de paso, Los inútiles proporciona una refutación
perfecta para los argumentos del eminente juez norteamericano que propuso como
solución para eliminar la delincuencia juvenil de los Estados Unidos
la restauración de la autoridad paterna, según lo observó
durante un viaje por Italia)."