Periódico Plural

mariano

editorial

En las últimas décadas, se ha instalado en las escuelas -a fuerza de debate, reflexión y de trabajo de los docentes- una fuerte sensibilidad hacia varios asuntos transversales de fuerte valor para la convivencia social y para la democracia.

Entre ellos, se destacan la solidaridad, la diversidad, la aceptación de la diferencia y la tolerancia frente al desacuerdo, el conocimiento y ejercicio de los derechos, y el análisis de lo educativo desde la imprescindible mirada de la justicia de género. Se trata de un fenómeno cultural frente al que –no caben dudas– debemos sentirnos orgullosos. No obstante, viene siendo tiempo de repensar el genuino impacto de estas creencias y convicciones en las prácticas cotidianas del aula y en la enseñanza.

Históricamente, la didáctica se constituyó como una disciplina del método, preocupada, ante todo, por diseñar la manera óptima de materializar la enseñanza y que asume, a veces, supuestos algo ingenuos respecto de la linealidad entre esta y el aprendizaje. La referencia al proceso de enseñanza - aprendizaje en algunos textos fundantes es un buen ejemplo de esa ingenuidad que consiste en atribuir al alumno una infinita permeabilidad al método, expresada en el guión que une ambos términos. Progresivamente, la teoría de la enseñanza se volvió sensible al contexto y desarrolló miradas explicativas y descriptivas –no, prescriptivas–; se comenzó a imponer un pensamiento estratégico y socialmente comprometido, superador del tradicional enfoque de aplicación de métodos.

En este contexto –el de una didáctica deseosa de explicar y comprender antes de actuar, y el de la emergencia de nuevas sensibilidades que se esfuerzan por comprender y respetar la especificidad de cada modo de vida–, los desafíos y los riesgos a los que se enfrenta el educador deben repensarse. Ensayando una hipótesis – tal vez obvia, pero necesaria–, puede afirmarse que el desafío consiste en dar sentido a esas sensibilidades plasmándolas en la enseñanza; y el riesgo reside en la posibilidad de instalarnos en discursos políticamente correctos, pero inconsistentes con el trabajo real en el aula.

Digámoslo entonces de una vez: enseñar de otra manera (más justa, más comprometida con la realidad social, menos obediente de las tradiciones) demanda una dosis de conflicto en todo orden, da más trabajo al docente y ofrece a primera vista resultados menos evidentes. Sin embargo, practicar esas convicciones –sin atenerse a la corrección política de enunciar sin cambiar/se, de proclamar sin tranformar/se–, es la mejor manera de repensar el enorme desafío que supone hoy educar a nuestra infancia. Desafiar el statu quo es, siempre, políticamente incorrecto.

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