Periódico Plural

mariano

editorial

¿Qué tipo de acontecimientos demarcan y fraccionan el tiempo en la escuela? ¿Cómo se estructura en períodos discernibles para nuestra percepción? La experiencia en el aula está atravesada de múltiples horarios engrillados, timbres puntuales y alternancias muy medidas de labores y recreos.

Hoy quisiera reflexionar sobre algunas facetas y posibilidades respecto del tiempo escolar en relación con algunas preocupaciones habituales de quienes habitamos las aulas, no siempre tenidas en cuenta por la academia o por la política educativa.

Más allá del hecho evidente de que adultos y niños o adolescentes se definen por su ubicación en una escala del tiempo vital, es frecuente que se determine la relación pedagógica entre ambos a partir de una lectura más profunda del tiempo: la cuestión de la velocidad. Se afirma que los «chicos» (se incluye una escala de edad de 0 a 25 años; a veces, más) viven vertiginosamente en estos tiempos de videoclip que se perciben opuestos al ritmo pausado y calmo de la clase, la escritura y la lectura. Los adultos, desde esta apreciación, destacan habitualmente el valor de la espera y el esfuerzo sostenido que precede a un logro antes que la lógica presurosa de la satisfacción inmediata. Mientras los adultos pedimos paciencia, los «chicos» no saben lo que quieren, pero lo quieren ya, como dice Luca Prodan. Desde esta óptica, la relación entre adultos y chicos es una relación mediatizada por las velocidades.

También es habitual que el tiempo se defina como mercancía (que se gana o se pierde, por ejemplo, time is money), o como encierro y castigo en tanto las sanciones escolares hacia los alumnos casi siempre consisten en obligadas esperas en lugares donde el tiempo prescinde del acontecimiento: un rincón, la puerta del aula, el despacho del director, o como un recipiente de utopías de un mundo mejor construido por medio de la educación –cuando es tiempo futuro– y de nostalgias de una infancia dorada –casi siempre escolarizada– en el caso del pasado.

En otro orden, sin embargo, el tiempo es lo que somos e incluso lo que hacemos. Si bien el tiempo es la prueba constante de la muerte, también es la vida, porque dedicar tiempo es entregarse a otro, es prestar atención y ofrecerse. Hacerse el tiempo es asumirse dispuesto. Hay algo indescifrable y fascinante en los tiempos mínimos de la escuela: en apariencia insignificantes, pero proclives a anclarse soberanos en la memoria, tiempos de día lluvioso, de hora libre. Tiempos en cuyo interior emerge la magia del aprendizaje, y que nos reúnen mostrando sigilosamente –como dice Cortázar en un bello poema– que es posible que no estemos tan solos, que nos demos un pétalo, aunque sea un pasito, una pelusa...

Y hay un momento, en algún minuto preciso de cada jornada escolar, en el que tiempo puede ser revisado, reasignado o re-signado para cambiar, en ese sencillo acto, el curso de las cosas. Porque ante todo –aquí viene lo más importante– el tiempo es nuestro, y este es nuestro tiempo. Esta es nuestra época, nuestro hoy.

firma