Periódico Plural

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Alicia Dujovne Ortiz.
Escritora y periodista

Publicó las siguientes novelas: El buzón de la esquina (1978), El agujero de la tierra (1980), El árbol de la gitana (1997), Mireya (1998), Anita cubierta de arena (2003) y Las perlas rojas (2005). También escribió obras para niños y para jóvenes. Recibió importantes distinciones, como la beca Guggenheim.

En 2005, yo acababa de regresar de Moscú, donde había ido a buscar datos en los archivos de la Internacional Comunista para investigar la historia de mi padre, Carlos Dujovne, argentino enviado desde la URSS a Montevideo en 1928, como agente clandestino, para organizar en la capital uruguaya el Buró Sudamericano de la Internacional Sindical Roja. Me encontraba en Montevideo para proseguir con mi búsqueda cuando me contaron la historia de África de Las Heras, la española miembro del KGB enviada a esa misma ciudad en 1949, en plena Guerra Fría, para crear una red de espionaje que se extendiera por toda América, de norte a sur.

La aventura de esa andaluza entrenada en Moscú me fascinó por dos razones: porque yo tenía el tema soviético en las vísceras, debido a mi historia familiar, y porque África, a Montevideo, no llegó sola. El maravilloso cuentista uruguayo Felisberto Hernández –uno de mis autores favoritos– había obtenido en 1947 una beca del Gobierno francés y estaba en París. Aunque Roger Caillois lo hubiera coronado como «el escritor más original de América Latina», Felisberto apenas comenzaba a ser reconocido.

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Era un anticomunista convicto y confeso; esto facilitaba los planes del KGB. ¿Qué mejor cobertura se podía obtener para la seductora andaluza que un casamiento con el escritor uruguayo? El que África arribara a Montevideo como señora de Hernández aseguraba el éxito de su misión. La espía recibió la orden de presentarse en París a conquistar a Felisberto, quien cayó en la trampa y se casó con ella. La imposible pareja terminó por divorciarse, y Felisberto murió años más tarde sin haberse enterado de su papel en esta historia.

La unión de estos dos personajes tan disímiles configuraba un relato que, en un chispazo, me pareció pensado y hasta vivido para mí. Sin embargo, un tercer personaje –imaginario, pero posible– se me impuso de entrada: ¿quién, en la Moscú de la época, pudo conocer la existencia de un autor como Felisberto Hernández, cuya rareza lo condena, aún hoy, a no ser admirado sino por un público restringido? ¿Quién pudo concebir esta puesta en escena y manejarla tal como Felisberto manejaba las representaciones teatrales de sus extraños cuentos? La muñeca rusa es una novela de intrigas y de misterios sin solución, de ahí su aspecto lúdico y el goce que sentí al escribirla. Cito a Felisberto: «Lo que nos gusta de las cosas es lo que ignoramos de ellas sabiendo algo».

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