Periódico Plural

mariano

editorial

Las cualidades esperadas en un buen docente constituyen una definición consensuada de calidad en el desempeño, cuyo contenido se ha ido modificando a lo largo de los años. Entre los rasgos que en nuestros días se exigen a los buenos docentes, se destacan aquellos que los impulsan a ser críticos, reflexivos y creativos.

Por ende, quiero invitarlos a pensar juntos acerca del significado y las connotaciones de estas cualidades que, en este presente compartido, nos definen como educadores. Y animarnos también a ampliar estas definiciones para que no nos «encorseten» en el presente, sino que nos proyecten hacia el futuro deseado.

Ser crítico se asocia a la idea de una «pedagogía crítica» y, en términos educativos, se interpreta como la posición superadora de las pedagogías «tradicionales». Remite a la clásica separación entre lo tradicional y lo nuevo, añejada y reinventada generación tras generación, con nuevos nombres y con nuevos contenidos cada vez. Por lo tanto, el docente crítico –lejos de ser el que critica a los demás– es el que se atreve a revisar la parte enquistada de su propia práctica para reconocerla mejorable.

Ser reflexivo, por su parte, constituye un ethos profesional. En el trabajo cotidiano con los alumnos, la reflexión es el uso responsable de los argumentos, la utilización de la información para construir opiniones, el combate al prejuicio y la capacidad de escuchar y de dialogar, sobre todo con aquellos de quienes nos sentimos distantes o diferentes y con quienes en principio no estamos de acuerdo.

Finalmente, la creatividad, como función ampliada de la creación, conjuga la acción productiva con el dinamismo, la originalidad y el pensamiento inquieto que sostiene las propuestas renovadoras. Y sobre todo en momentos difíciles, cuando el ingenio y la creatividad son exigencias prioritarias, no es raro que se desplieguen como respuesta espontánea a un problema y que allí en el acto descubramos que las tenemos.

A principios del siglo xx, por ejemplo, se consideraban imprescindibles ciertas formas de decoro y de recato en las maestras, que hoy consideraríamos absurdas y anacrónicas. Hasta pasada la mitad del siglo, los inspectores vigilaban que en las aulas se utilizara el tratamiento del «tú» –en un español «correcto»–, pues existía la convicción de que así se conservaba la pureza del idioma. Y en cada caso, por supuesto, esas valoraciones sobre lo que significaba ser un buen docente se percibieron como adecuadas, progresistas e irremplazables. Por eso, es necesario que, en este tiempo histórico de pedagogías «a la carta», se dedique alguna reflexión al sentido profundo de nuestra profesión y a los valores sobre los que se sostiene.

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