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Por: Eduardo Álvarez Tuñón

Nació en Buenos Aires en 1957. Escritor. Publicó los libros de poemas Pueblos entre la mano y el árbol (1976), El amor, la muerte y lo que llega a las ciudades (1980), La secreta mirada de las estaciones (1983) y Antología poética (1991), y las novelas El diablo en los ojos (1994) y El desencuentro (1999).

Las enviadas del final está basada en una historia personal que me conmovió y que tardé más de veinte años en procesar y en convertirla en un libro, quizás porque, al estar relacionada con el paso del tiempo y con la proximidad de la muerte, necesitaba la maduración que trae la edad o, al menos, requería que yo mismo, como autor, me acercara aunque fuera un paso más, al abismo y al enigma. Por aquel entonces, yo escribía poesía y, como necesitaba un trabajo, un amigo me conectó con el secretario de redacción de un diario muy conocido, para que hiciera alguna colaboración paga. Esa persona me propuso una misión extraña: escribir necrológicas de algunos artistas. Me explicó, con la sabia frialdad del oficio, que las necrológicas se escriben en vida de las personas y se guardan en un sobre cerrado a la espera de la muerte. Me aclaró que era fundamental y razonable proceder así, porque podría llegar el cable de la muerte de algún personaje célebre y no estar de guardia el periodista de la especialidad. Me dio el ejemplo del día en que murió el filósofo alemán Martín Heidegger, y solo estaba de guardia el cronista de Turf. El seleccionaba las personas famosas, de más de 65 años o enfermos, y yo debía visitarlas diciéndoles que haría un suplemento sobre la actividad en la que cada uno había descollado.

libro

Como no existía Google ni internet, los diarios no tenían forma de completar archivos: era indispensable dialogar con «los candidatos a la muerte». Mi encuentro con los artistas consistiría en recabar –con disimulo– información detallada sobre su pasado. Acepté el trabajo con cierto miedo y tuve que visitar a un músico prestigioso y a un artista plástico de renombre. Las entrevistas me impresionaron porque percibí que ambos estaban en momentos vitales, poderosamente vivos, pese a que el diario ya los consideraba cercanos al fin. Pero lo más sin gular –tema principal del libro– es que ambos me confesaron que estaban atraídos por chicas muy jóvenes, casi adolescentes, en general alumnas, y que ellos vivían una suerte de pasión muy pura hacia ese universo que les era ajeno, cuyo código o lenguaje no podían entender del todo. Los dos, por separado, se alegraron de que el diario les hubiera enviado un periodista joven (o sea, yo) para poder interrogarlo sobre el mundo de la juventud. Como si se hubieran puesto de acuerdo, ambos me preguntaban sobre la vida; a mí, que había ido a entrevistarlos en nombre de la muerte.

Así, escribí la novela, que parte de una premisa, obsesión del personaje principal: «a todo artista que está por morir, el universo le envía una joven bella para que viva un último fervor, mientras el diario le envía alguien para que le redacte la necrológica ». Existe como una organización celeste de adolescentes destinada a regalar una pasión de despedida. Son «las enviadas del final». A raíz de ese misterio, estructuré la obra, que pretende, humildemente, reivindicar el lenguaje poético para la narrativa y que trata, a su vez, de encauzar una meditación sobre la vida, la muerte y el arte.

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