—Dice verdad –dijo el comisario–; que él mesmo ha
escrito su historia que no hay más, y deja empeñado el libro en
la cárcel en doscientos reales.
—Y le pienso quitar –dijo Ginés–, si quedara en doscientos
ducados.
—¿Tan bueno es? –dijo don Quijote.
—Es tan bueno –respondió Ginés–, que mal año
para Lazarillo de Tormes y para
todos cuantos de aquel género se han escrito o escribieren. Lo que le
sé decir a voacé es que trata verdades, y que son verdades tan
lindas y tan donosas, que no puede haber mentiras que se le igualen.
—Y ¿cómo se intitula el libro? –preguntó don
Quijote.
—La vida de Ginés de Pasamonte –respondió él
mismo.
—Y ¿está acabado? –preguntó don Quijote.
—¿Cómo puede estar –respondió él–,
si aún no está acabada
mi vida? Lo que está escrito es desde mi nacimiento hasta el punto que
esta última vez me han echado en galeras.
—Luego ¿otra vez habéis estado en ellas? –dijo don
Quijote.
—Para servir a Dios y al rey, otra vez he estado cuatro años, y
ya sé a qué sabe el bizcocho y el corbacho
–respondió Ginés–; y no me pesa mucho de ir a ellas,
porque allí tendré lugar de acabar mi libro; que me quedan muchas
cosas que decir, y en las galeras de España hay más sosiego de
aquel que sería menester, aunque no es menester mucho más para
lo que yo tengo de escribir, porque me lo sé de coro.
—Hábil pareces –dijo don Quijote.
—Y desdichado –respondió Ginés–, porque siempre
las desdichas persiguen al buen ingenio.
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