Respondió por todos Ginés de Pasamonte y dijo:
—Lo que vuestra merced nos manda, señor y libertador nuestro, es
imposible de toda imposibilidad cumplirlo, porque no podemos ir juntos por los
caminos, sino solos y divididos, y cada uno por su parte, procurando meterse
en las entrañas de la tierra por no ser hallado de la Santa Hermandad,
que, sin duda alguna, ha de salir en nuestra busca. Lo que vuestra merced puede
hacer, y es justo que haga, es mudar ese servicio y montazgo
de la señora Dulcinea del Toboso en alguna cantidad de avemarías
y credos, que nosotros diremos por la intención de vuestra merced, y
esta es cosa que se podrá cumplir de noche y de día, huyendo o
reposando, en paz o en guerra; pero pensar que hemos de volver ahora a las ollas
de Egipto, digo a tomar nuestra cadena y a ponernos en camino del Toboso,
es pensar que es ahora de noche, que aún no son las diez del día,
y es pedir a nosotros eso como pedir peras al olmo.
—Pues, ¡voto a tal –dijo don Quijote, ya puesto en cólera–,
don hijo de la puta, don Ginesillo de Paropillo o como os llamáis, que
habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a cuestas!
Pasamonte, que no era nada bien sufrido, estando ya enterado que don Quijote
no era muy cuerdo, pues tal disparate había acometido como el de querer
darles libertad, viéndose tratar de aquella manera, hizo del ojo a los
compañeros y, apartándose aparte, comenzaron a llover tantas piedras
sobre don Quijote, que no se daba manos a cubrirse con la rodela, y el pobre
de Rocinante no hacía más caso de la espuela que si fuera hecho
de bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él se defendía de
la nube y pedrisco que sobre entrambos llovía. No se pudo escudar tan
bien don Quijote que no le acertasen no sé cuantos guijarros en el cuerpo,
con tanta fuerza, que dieron con él en el suelo; y, apenas hubo caído,
cuando fue sobre él el estudiante y le quitó la bacía de
la cabeza, y diole con ella tres o cuatro golpes en las espaldas y otros tantos
en la tierra, con que la hizo pedazos. Quitáronle una ropilla que traía
sobre las armas, y las medias calzas le querían quitar si las grebas
no lo estorbaran. A Sancho le quitaron el gabán y, dejándole en
pelota, repartiendo entre sí los demás despojos de la batalla,
se fueron cada uno por su parte, con más cuidado de escaparse de la Hermandad
que temían que de cargarse de la cadena e ir a presentarse ante la señora
Dulcinea del Toboso. [...]
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