Tres cuartos de legua habrían andado, cuando descubrieron a don Quijote
entre unas intricadas peñas, ya vestido, aunque no armado; y así
como Dorotea le vio y fue informada de Sancho que aquel era don Quijote, dio
del azote a su palafrén, siguiéndole el bien barbado barbero.
Y, en llegando junto a él, el escudero se arrojó de la mula y
fue a tomar en los brazos a Dorotea, la cual, apeándose con grande desenvoltura,
se fue a hincar de rodillas ante las de don Quijote, y, aunque él pugnaba
por levantarla, ella, sin levantarse, le fabló
en esta guisa:
—De aquí no me levantaré, ¡oh valeroso y esforzado
caballero!, fasta que la vuestra bondad y cortesía me otorgue un don,
el cual redundará en honra y prez de vuestra persona y en pro de la más
desconsolada y agraviada doncella que el sol ha visto. Y si es que el valor
de vuestro fuerte brazo corresponde a la voz de vuestra inmortal fama, obligado
estáis a favorecer a la sin ventura que de tan lueñes tierras
viene al olor de vuestro famoso nombre, buscándoos para remedio de sus
desdichas.
—No os responderé palabra, fermosa señora –respondió
don Quijote–ni oiré más cosa de vuestra facienda, fasta
que os levantéis de tierra.
—No me levantaré, señor –respondió la afligida
doncella–, si primero, por la vuestra cortesía, no me es otorgado
el don que pido.
—Yo vos le otorgo y concedo –respondió don Quijote–,
como no se haya de cumplir en daño o mengua de mi rey, de mi patria y
de aquella que de mi corazón y libertad tiene la llave.
—No será en daño ni en mengua de los que decís, mi
buen señor –replicó la dolorosa doncella.
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