Lunes 17 de Junio de 2024

La historia del padre y su hijo que trabajan a la par barriendo las calles de Buenos Aires

Fidel y Emanuel son familia y compañeros de trabajo. Cada mañana, desde antes del amanecer, recorren con sus escobas las calles de Recoleta, donde comparten además algunas charlas con los vecinos.

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La primavera de 1987 asomaba cuando Fidel Verón, con 19 años, fue a buscar su primer empleo. Al llegar, vio cinco cuadras de fila esperando por un puesto y eso lo desalentó, pero se quedó. Sus esperanzas cayeron cuando a los últimos de la fila les pidieron que regresaran al otro día. Así lo hizo y pese a volver a pasar horas allí logró llegar hasta la entrevista.

El trabajo que esperaba para ser recolector de residuos en los camiones de la empresa Cliba, pero ya no había más cupo y le ofrecieron el de barrendero.

“Desde chico que veía desde una de las ventanas de mi casa a los trabajadores de la limpieza de mi barrio y me llamaba mucho la atención su labor. Simplemente veía ahí mi destino”, asegura hoy a los 55 años y casi cuatro décadas de oficio. Aunque ahora le toca las calles de Recoleta, el hombre pasó por otros barrios de la ciudad. Orgulloso, cuenta que lo que más disfruta es compartir oficio con Emanuel, su hijo que admite: “Poder compartir este trabajo con él no tiene precio”.

Hoy, se celebra el Día del Barrendero en homenaje a Mauricio Silva, el sacerdote salesiano uruguayo y barrendero, que fue secuestrado el 14 de junio de 1977 por la dictadura militar”.

Como en casa

Feliz por haber logrado tener su primer empleo formal, Fidel comenzó a trabajar: debía recorrer las calles de la Ciudad con el escobillón, rastrillo y el cesto que le entregaban en la base. Estaba contento porque estaba haciendo su aporte con para que la ciudad estuviera más linda.

Aunque le tocaron varios, hoy recuerda con cariño su paso por Flores, Balvanera y el de su recorrido actual: Recoleta. Con 25 años y seis de experiencia, llegó su primer hijo, Emanuel, a quien crio y educó con su trabajo.

“Poder compartir esta actividad con mi papá no tiene precio. Es un orgullo verlo trabajar y observar todo el esfuerzo que implica esta labor lo vuelve más grande”, dice emocionado el joven de 30 años al hablar de las sensaciones que tiene al compartirlo todo con su padre desde 2016, cuando ingresó a trabajar en la misma empresa de higiene urbana.

Para Fidel, que no deja de recordarse cuando de niño miraba a los barrenderos de su bario natal, siente que quizás esté despertando el mismo respeto por su trabajo en algunos pequeños como lo despertó en su hijo. “Me emociona y me pone feliz y cuando lo veo llegar a la base. Me siento muy orgulloso”, le dice mientras lo mira a los ojos.

Emocionados, cuentan que suelen compartir cada día los momentos previos y posteriores de cada jornada en la base, el lugar en el que se reúnen los trabajadores de la higiene urbana, espacio al que ya consideran “una segunda casa”. Es que ahí no van simplemente a buscar los carros con las herramientas de trabajo sino que encuentran el apoyo y la escucha de sus compañeros, con quienes ya formaron amistad.

A segundos de iniciar el recorrido, Fidel le dice a su hijo: “Nos vemos cuando salimos”. Y el chico, le pide: “Si llueve mucho, cuidate. No te hagas el pibe”.

El de barrendero es un trabajo clave en una ciudad como la de Buenos Aires ya que circulan más de seis millones de personas a diario y recibe millones de turistas de todo el mundo. Esto, los convierte en uno de los pilares fundamentales para cumplimentar uno de los grandes desafíos que se propuso el jefe de Gobierno porteño, Jorge Macri, para su actual gestión. Pero además son parte de la identidad de cada barrio.

“Yo me considero como un vecino más”, asevera Fidel, quien no solamente se encarga de la limpieza de cada calzada, sino que muchas veces se convierte en la persona de confianza para los vecinos. “Algunos me cuentan sus problemas, sus angustias, sus tristezas y también sus alegrías”, dice y en la búsqueda de esas escenas cotidianas, que define como un plus de su labor, asegura que “lo más lindo es conocer a la gente y sus historias”.

Igual de cómodo se siente Emanuel con los vecinos del barrio. “En verano, con las altas temperaturas, siempre se acercan con bebidas frescas”, recuerda agradecido.

Actualmente, en la Ciudad hay 2.700 barrenderos que se encargan de limpiar cada día las más 27 mil calles de las 15 comunas porteñas. Esa tarea está a cargo del Ministerio de Espacio Público e Higiene Urbana, que determina la modalidad de trabajo: hay calles que se limpian con más frecuencia que otras, dependiendo de la transitabilidad de la misma ya que al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires le corresponde el barrido de la calzada, pero la de la vereda le corresponde a cada frentista.

“Es importante que los vecinos acompañen el compromiso de estos trabajadores manteniendo los frentes de sus casas en condiciones, embolsando lo que juntan de sus veredas y dejando las bolsas de basura cerradas dentro de los contenedores; siempre de domingo a viernes entre las 19 y las 21, para mejorar en conjunto la gestión del sistema de higiene y tener una Ciudad más limpia y ordenada”, pide Ignacio Baistrocchi, ministro de Espacio Público e Higiene Urbana del GCBA.

En general, los trabajos se distribuyen de lunes a sábados: durante la mañana se realiza el barrido de todas las cuadras, al menos una vez por día; a veces, por la tarde y en ocasiones durante la noche se refuerzan los sectores de alto tránsito peatonal como son las zonas turísticas, los centros de trasbordo, centros comerciales o gastronómicos. En otoño y luego de fuertes tormentas se refuerza el barrido manual y mecánico, haciendo especial hincapié en la limpieza de los sumideros y los conductos para retirar las hojas y residuos que se hayan acumulado allí e impidan el escurrimiento del agua a fin de evitar que se obstruya la red pluvial y se generen posibles anegamientos en el territorio porteño.

La historia

Desde 2014, cada 14 de junio se celebra el Día del Barrendero en Argentina. Esta efeméride, como otras, tiene una tragedia detrás: ese día de 1977, el sacerdote y barrendero uruguayo Mauricio Silva fue secuestrado por las fuerzas represivas de la dictadura militar mientras barría las calles del barrio porteño de Villa General Mitre.

En su homenaje, la diputada del Movimiento Evita, Adela Segarra, firmó la ley para que este día se reconociera el trabajo de los barrenderos que cada día realizan una tarea abnegada que no es siempre bien valorada y a su vez reconocer Mauricio Silva a todos los trabajadores que, de acuerdo con el informe de la CONADEP, fueron el blanco favorito de la dictadura militar.

“Aquí fue secuestrado Mauricio Silva Iribarnegaray, uruguayo, sacerdote salesiano y barrendero, el 14 de junio de 1977 por el terrorismo de estado”, dice la placa que lo recuerda en la intersección de las calles calles Terrero y Margariños Cervantes.

Silva nació el 20 de septiembre de 1925, en Montevideo, Uruguay. Surgió de entre los pobres y vivió para los pobres. Su precaria situación material ya se anticipaba en su partida de nacimiento, donde las autoridades exoneraron a la familia del niño del pago de estampilla “por haber justificado pobreza”. Aquel documento pone de manifiesto que en realidad se llamaba Kléber, en homenaje a un general de la Revolución Francesa que su padre militar admiraba.

Su camino pastoral se inició en 1948 en la provincia de Córdoba, cuando arrancó sus estudios para sacerdote en una congregación salesiana y en 1951 recibió la orden que lo hizo emprender tareas religiosas y sociales en el Puerto San Julián, en la Patagonia. Más tarde, trabajó en La Rioja con el asesinado monseñor Enrique Angelelli.

En los años setenta, se unió a la Fraternidad de los Hermanitos de los Pobres, una hermandad inspirada en la vida del religioso francés Charles de Foucauld, que se dedicaba por completo al servicio de los pobres. Estaba influido por las ideas de Arturo Paoli, uno de los referentes de ese grupo místico inspirado por el Concilio Vaticano II.

En 1974, comenzó su trabajo como barrendero en la ex Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, en el Corralón de las Villas, tiempo en que forjó una pequeña comunidad junto a sus compañeros de oficio en el conventillo de Malabia 1450, donde vivía. Sin descuidar su labor pastoral, colaboró con la actividad gremial y apoyó una de las listas opositoras que competían en las elecciones sindicales contra la derecha peronista, en un contexto en el que la Triple A operaba en las sombras.

Durante la dictadura, en 1977, dos compañeros gremiales desaparecieron. Fue cuando Adolfo Pérez Esquivel y Paoli le advirtieron que su vida estaba en riesgo, pero el religioso se confió. “Un cura armado de escoba y pala no es peligroso”, decía.

En pleno trabajo, el 14 de junio de 1977, según testigos, tres hombres se bajaron de un automóvil Ford Falcon blanco y lo hicieron ingresar al vehículo. Eran las 8.30 de la mañana: se cree que primero lo llevaron a la Comisaría 41ª de la Capital, y que más tarde fue torturado en el Hospital Borda (así lo reconstruye el libro “Gritar el evangelio con la vida”, publicado por Vázquez). Algunos sobrevivientes contaron haberlo visto en los centros clandestinos de detención de Campo de Mayo y del CCD Club Atlético. Silva forma parte de la nutrida lista de los 80 religiosos católicos desaparecidos y asesinados por el terrorismo de Estado, según lo registrado por la Conadep.