Todo encuentro amoroso es en cierto modo violento. Dice el psicoanalista Slavoj
Zizek: "No se puede emprender un juego de seducción erótica
de modo políticamente correcto. Hay un momento de violencia; cuando se
dice: Te quiero, te amo." (1)
La primera cuestión que abordaremos tiene que ver con pensar ese punto
en que amor y violencia se cruzan -lo que suele denominarse pasión-,
una ligazón en la que amor y furia se presentan tan unidos que
resulta dificultoso establecer en qué punto uno termina para dar comienzo
al otro.
El film nos muestra a una familia que podríamos considerar marginada en una
sociedad donde la cultura "blanca" es dominante desde el siglo XIX -después
de una serie de luchas interraciales- y en el seno de la misma nos encontramos
con una pareja cuya relación amorosa está basada fundamentalmente en lazos de
violencia.
El término furia significa exaltación, irritación, pero
también prisa, velocidad, vehemencia e impetuosidad con que se ejecuta
alguna acción. Quizás El amor y la furia extreme el hecho
mencionado de que todo acto de amor pasional, al llevar implícito cierto
deseo de posesión del otro, cierta impetuosidad hacia el otro, es de
algún modo una especie de violentación. En el amor, los órdenes
simbólico y físico son difíciles de separar, por lo que
la separación entre violencia simbólica y violencia física
presenta dificultades en este tipo de relación.
Sin embargo, tendríamos que considerar que cuando la violencia física
desplaza a la palabra y cierra toda posibilidad de confrontación discursiva,
nos encontramos con una ausencia de mecanismos protectores, agregado en este
film a un contexto socio-cultural que es en sí mismo víctima de
la desprotección y la exclusión.
Cabe aquí considerar a la violencia tal como la analiza S. Duschatzky,
es decir, como lenguaje y al mismo tiempo como fracaso del mismo. "La
violencia (...) implica una relación difícil con la Ley y con
el otro (...). En ciertos actos de violencia, la alteridad se vuelve peligrosa
y la relación con el otro se ancla en lo real, fuera de los límites
de la simbolización". (2)
Cuando pensamos en las relaciones familiares, en la medida en que la fuerza
física pasa a ocupar el lugar de la ley, este ámbito ya no encarnará
un espacio de protección sino de temor y peligro constantes, especialmente
para los niños.
En el film, a partir de atribuirse la responsabilidad -compartida con su marido-
de haber dejado entrar a la violencia en el propio hogar, Beth tomará
con fuerza la palabra transgrediendo una norma con relación a la perspectiva
de género establecida en la subcultura a la que pertenece esta familia:
"la mujer debe abrir las piernas y cerrar la boca". Estaríamos
aquí ante cambios cualitativos que subjetivamente pueden tener lugar
al borde de situaciones límite.
Otro de los puntos que me interesa destacar aquí es la operación
de transmisión del arte de los guerreros maoríes a las jóvenes
generaciones. El hijo menor va a entrar en contacto con dicha tradición
no sólo a través de los relatos de su madre, sino además
por mediación de un maestro en una institución de tipo reformatoria.
Allí, en un espacio estatal en que opera la ley de lo público,
de lo extra-familiar, habría una especie de violencia simbólica,
en el sentido de una imposición de la tradición, pero dicha violencia,
en este caso particular, opera ofreciendo una ligadura a rasgos culturales que
otorgan identidad a los jóvenes. (3)
Toda transmisión de la cultura -necesaria para la constitución
subjetiva- implica cierta imposición, una especie de violentación
necesaria. El psicoanalista D. Kreszes, refiriéndose a esta operación,
sostiene lo siguiente: "El lazo supone forzamiento, ninguna naturalidad.
Conduce a la identificación (...), y además hay que repetirlo
continuamente". (4) Por eso,
el ritual como repetición de un acto que liga a los antepasados, pareciera
tener sentido en la formación de los jóvenes dentro de la institución.
La compenetración en el mismo, la ligazón a la tierra como morada
de los antiguos y a sus rituales de guerreros permite poner freno a la violencia
desorganizada, desmedida, precisamente por medio de un acto que violenta los
modos habituales de comportarse. El ritual, en este sentido, no sería
un mero acto recordatorio, sino que estaría operando como un reforzamiento
de un lazo intergeneracional que es en sí mismo inconsistente. Recomiendo,
en este sentido, prestar atención a la escena en que se despliega el
culto al familiar muerto.
Todo acto de transmisión, al operar como ligazón-desligazón,
será de algún modo un acto que lleva implícito una violencia
necesaria, teniendo en cuenta que se ponen en juego mandatos, legados, interpretaciones
por un lado, y resistencias, identificaciones, diferenciaciones por otro. La
transmisión implica conflicto, brecha, ligazón, despegue.
La atención a los rituales nos introduce en la relación entre
la violencia y lo sagrado. René Girard sostiene en un libro precisamente
denominado La violencia y lo sagrado (5),
que "en las sociedades primitivas habría una `violencia esencial´
que permitiría la canalización de la violencia difusa o por lo
menos canalizarla en unas organizaciones sociales que carecen de sistema judicial
y se ven amenazadas por una escalada de venganza (...). En las sociedades modernas,
(...) la entrada de la ley y las instituciones serán las que encarnarán
´lo sagrado´, las portadoras de los valores legitimadores y ordenadores
de una sociedad". (6) En el
film resulta significativo el hecho de que los rituales "sagrados"
y la transmisión de los mismos, además de conservarse en el seno
de los grupos maoríes, se encuentran dentro de una institución
estatal ligada a la violencia de la justicia entendida como legítima.
Resulta interesante aquí la escena en que el maestro le enseña
al joven a manejar un arma típica de los maoríes, con el objetivo
de contenerlo en un rapto de "furia" por estar encerrado, y le dice
algo que quedará grabado en él: "tu arma será tu mente".
De este modo, se evidencia la importancia de los rituales como parte del interjuego
entre memoria y olvido y como especie de conjunción entre lo tribal y
lo moderno. Como plantea H. González: "Los ritos, las celebraciones,
las conmemoraciones, el Estado, los archivos, son de algún modo algo
que permanentemente reclamamos porque esos ritos proponen de algún modo
la solución de una paradoja, permiten recordar y al mismo tiempo no disolvernos
en el acto de recordar en aquello mismo que recordamos, es decir, nos permiten
seguir vivos mientras recordamos la muerte". (7)
Ese maestro le transmitirá al joven un ritual ligado a la guerra, que
opera como una forma de sublimación de la violencia a secas. El título
original del film, Once were warriors (Una vez fueron guerreros), es
muy significativo en este sentido, haciendo referencia al pasado de la cultura
maorí, anterior a la colonización británica, en el que
los indígenas eran valientes guerreros. A lo largo de toda la narración,
esta característica va a ser tomada por Beth para construir una línea
de separación entre la "valentía" de sus antepasados
guerreros y la "cobardía" de un marido violento.
Otro tipo de ceremonias maoríes van a ser reeditadas por el hijo mayor
-miembro de una pandilla suburbana destacada por ciertos comportamientos violentos-,
(8) quien lleva las marcas de sus ancestros
maternos "escritas" en el cuerpo, a través de sus tatuajes.
Su hermano sostiene que él ya se encuentra "marcado por dentro",
que no necesita tatuajes. Sin atender a si las marcas son "superficiales"
o "profundas", que interesa rescatar la noción de "marca"
como signo de pertenencia, como modo de resaltar la procedencia de un linaje;
la idea de marca como escritura y como forma de inscribirse en un relato, como
modo de pertenecer y hacerse cargo de un legado particular.
Uno de los sinónimos de la palabra marca es vestigio. Podemos pensar
entonces en esos tatuajes y rituales de los maoríes, como vestigios de
un pasado tribal en el seno mismo de una sociedad "moderna", como
uno de los nombres de la memoria y un modo de culto a los muertos. Nos encontramos
aquí, en relación a los rituales de pertenencia, signados en este
caso por la violencia, y específicamente en relación a las "tribus
juveniles", con un deseo y una demanda de marcar y ser marcado, de identificarse
con algunos para poder diferenciarse de otros, de formar parte de un colectivo
sin otra meta que no sea la de pertenecer, estar incluido, en un contexto de
exclusión.
M. Margulis y M. Urresti sostienen que en las tribus prevalece la necesidad
de juntarse por el sólo hecho de estar. "La disposición
estética, por la que se afirma una presencia grupal, es al mismo tiempo
un guiño codificado emitido hacia los pares, una señal de alejamiento,
de código secreto en el que se refugia el "nosotros" frente
a la mirada de los no iniciados. Afirma y niega, ofrece pero sustrae de la mirada".
(9)
Como podemos observar en la película, la violencia y el contacto cuerpo
a cuerpo son parte de los ritos característicos de algunas tribus. Estaríamos
ante un modo de comunicación en que el cuerpo se expone y se inscribe
culturalmente, en este caso, reeditando antiguas ceremonias rituales en un contexto
totalmente diferente.
Elvira Martorell (10) sostiene, teorizando
en relación al colectivo argentino HIJOS, que para un joven, el hecho
de ser parte de una tribu significa una pertenencia que puede funcionar en el
lugar del nombre propio, como inscripción en la cultura. Sin embargo
-sostiene la misma autora-, muchos jóvenes hallan en la tribu un lugar
que los coloca en una posición de alienados en lo colectivo. Tendríamos
que pensar a partir de aquí en la posibilidad o no de estos jóvenes
de realizar su propia historia a partir de esas marcas intergeneracionales y
de pares. Es decir, en la posibilidad de incluir la historia y la cultura en
un relato propio.
También podríamos arriesgar que, más allá de la
moda, el tatuaje puede ser pensado como una necesidad de marcas escritas en
el cuerpo, precisamente por la debilidad de otras marcas, de marcas de otro
orden -subjetivo y social- que impliquen inclusión. El amor y la
furia ubica su historia en los bordes de la inclusión y marginación
de las sociedades actuales. Puede observarse, por ejemplo, de qué modo
las fronteras culturales son delimitadas por la arquitectura urbana, que establece
lugares para las diferentes "categorías" de personas. No todos
están incluidos en el desarrollo. La imagen de la autopista, en los límites
de los hogares suburbanos, bordeando la exclusión; contrapuesta a las
imágenes idealizadas de los paisajes paradisíacos de Nueva Zelanda,
opera como metáfora de una sociedad que presenta con toda intensidad
el reverso de la globalización y la modernización.