Carta de Victoria Ocampo a Eduardo Mallea

Victoria Ocampo - Villa Victoria (Mar del Plata)

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Los árboles de Supervielle me gustan sin entusiasmarme. Podrían decirse tantas otras cosas. Esa música de los troncos, de las ramas, de las hojas ha acompañado mi vida de tal modo, la ha iluminado con tanta constancia, que me fastidian los poetas que no saben decirla lo mejor posible.

Cuando yo tenía siete años (o seis) fui por primera vez a un bosque en Francia. Debe de haber sido otoño, a juzgar por el olor que recuerdo, y sé que iba caminando. Mi encantamiento y felicidad, mi sorpresa y mi avidez ante esta cosa inimaginable que me entraba por los ojos, la nariz, los pies, duran todavía. Yo no conocía esta forma de la naturaleza. Sólo sabía de llanuras de agua y de tierra. Pero esto era como si la naturaleza me hubiera encerrado con llave en su propia habitación. Se volvía palpable y concentrada en torno de mi pequeñez. Se estrechaba contra mí y no me dejaba más ese espacio, ese vacío alrededor que me había habituado a considerarla un poco como otro cielo.

Una vez te hablé de esos momentos tan raros en que uno ve, oye y comprende a un nivel por encima del nuestro. Permanecemos entonces inmóviles, casi sin respiración, aunque no nos falte el aire. En una especie de gran silencio interior que semeja la página en blanco, preparada para recibir cualquier palabra imprevisible. Es de ese modo como he sentido el bosque. Como yo si naciera al entrar en él. Como si el uso de mis sentidos me viniera de él. Nunca más lo volví a ver así. Pero ese día se prolonga en mí. Siempre estoy cayendo desde ese día, desde esos instantes, sin encontrar jamás tierra o agua que detenga mi caída. Caigo con una columna de humo (estas palabras, estas explicaciones opacas) que se inscribe y desaparece detrás de mí; testimonio perecedero de un imperecedero incendio.

Mi encuentro con el bosque tuvo lugar, creo, la primera vez que penetré en él.

Pero mi encuentro con el Río de la Plata se ha producido de otro modo, acaso más extraño, porque yo lo veía todos los días sin saber que él me espiaba, que estaba allí, que tenía tantas cosas para decirme y que iba a esperarme todo el tiempo que fuera necesario. ¡Pero el bosque!

Puede ser que sea por eso que la primera frase pronunciada -cantada- en Pelléas y Mélisande por Golaud, cuando el telón se levanta: "¡Nunca podré salir de este bosque!" siempre me ha producido (aparte de la música que la exalta) un efecto hechizante. Yo tampoco saldré jamás de este bosque, porque un día se me apareció de tal manera que tuve que quedarme. Y me quedé porque había desaparecido: desapareció desde el momento en que me fue revelado. Está en mí, pero lo he perdido fuera de mí: no puedo distinguirlo dentro. Es como si no tuviera espejo para mi propio rostro. No es el rostro lo que he perdido, sino la visión del rostro.

El bosque estaba mucho más cerca de mis sentidos, los afectaba mucho más que el Río de la Plata. Era una felicidad más que una alegría. Pero todo eso (los árboles, las flores, las semillitas), todo eso estalla a veces ante nosotros como una palabra que buscábamos para no dejar escapar lo que queríamos decir. Porque la palabra fija y su función -según mi experiencia- es puramente fijadora. Los árboles, las flores, las semillitas son palabras sin Petit Larousse que las explique. A veces uno imagina que las ha comprendido, que ha descubierto el sentido de esos gritos que son el agua que corre, el bosque donde los brotes verdean milagrosamente. A veces no se oye más nada y casi ni siquiera el eco de aquello que se había escuchado.