La morada de los árboles
Silvina Ocampo - Árboles de Buenos Aires
En el Jardín Botánico a la hora en que cierran los portones he visto con luces irisadas que a veces bailan, árboles y estatuas contagiadas, y no es una ilusión, no es la brisa ni el viento que les mueve el follaje y el pliegue de las túnicas. Se toman de las manos, se bañan en la fuente, penetran en la luz de grandes invernáculos hasta que el alba llega con su hábito celeste. Ah, quién podrá saber lo que dicen las plantas. “Somos hermafroditas” confesarán algunas; “Sólo de amor procreo” susurra otra enigmática. Lo que realmente dicen no puedo repetir. ¿Suponer es matar o bien será crear? Si todo es un milagro que proclama la luz, si todo es un secreto que pronuncian las hojas, ¿en la selva tal vez se podrá descifrar? Dormirse en algún banco inmóvil de una senda, sentir que muere lenta la noche enamorada es lo que siempre he ansiado desde que existe este íntimo jardín donde copulan los árboles de noche y de día levantan su esperanza los hombres. Haber vivido siempre en un jardín quisiera para ser de noche árbol, y árbol también de día. Que me dejen morar en sus recintos hondos para poder vivir la vida de los árboles. Esto es lo que han de oír las plantas con sus hojas cuando se aleja el paso de alguien que las adora, de alguien que vive en ellas como viven las algas del yodo, de la sal, de la espuma y del agua. No tratan de evadirse, de llegar a la calle, de bajar hasta río donde zarpan los barcos. Saben que Dios es siempre el mismo en todas partes.