—No era diablo –replicó la sobrina–, sino un encantador que vino sobre una nube una noche, después del día que vuestra merced de aquí se partió, y, apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró en el aposento y no sé lo que se hizo dentro, que a cabo de poca pieza salió volando por el tejado y dejó la casa llena de humo, y, cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libro ni aposento alguno; sólo se nos acuerda muy bien a mí y al ama que, al tiempo del partirse aquel mal viejo, dijo en altas voces que, por enemistad secreta que tenía al dueño de aquellos libros y aposento, dejaba hecho el daño en aquella casa que después se vería; dijo, también, que se llamaba “el sabio Muñatón”.
—“Frestón” diría –dijo don Quijote.
—No sé –respondió el ama– si se llamaba “Frestón” o “Fritón”, sólo sé que acabó en ton su nombre.
—Así es –dijo don Quijote–; que ese es un sabio encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza, porque sabe por sus artes y letras que tengo de venir, andando los tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero a quien él favorece, y le tengo de vencer sin que él lo pueda estorbar, y por esto procura hacerme todos los sinsabores que puede; y mándole yo que mal podrá él contradecir ni evitar lo que por el cielo está ordenado.
—¿Quién duda de eso? –dijo la sobrina–. ¿Pero quién le mete a vuestra merced, señor tío, en esas pendencias? ¿No será mejor estarse pacífico en su casa y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo, sin considerar que muchos van por lana y vuelven trasquilados?
—¡Oh sobrina mía –respondió don Quijote–, y cuán mal que estás en la cuenta! Primero que a mí me trasquilen tendré peladas y quitadas las barbas a cuantos imaginaren tocarme en la punta de un solo cabello.

No quisieron las dos replicarle más, porque vieron que se le encendía la cólera. Es, pues, el caso que él estuvo quince días en casa muy sosegado, sin dar muestras de querer segundar sus primeros devaneos, en los cuales días pasó graciosísimos cuentos con sus dos compadres el cura y el barbero, sobre que él decía que la cosa de que más necesidad tenía el mundo era de caballeros andantes, y de que en él se resucitase la caballería andantesca. El cura algunas veces le contradecía y otras concedía, porque, si no guardaba este artificio, no había poder averiguarse con él.

 
 
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