Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no
respondían palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna
cosa.
—Cualquiera yantaría yo
–respondió don Quijote–, porque a lo que entiendo me haría
mucho al caso.
[...]
Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta por el fresco, y trújole
el huésped una porción del mal remojado y peor cocido bacalao y
un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era materia de grande
risa verle comer, porque, como tenía puesta la celada y alzada la visera,
no podía poner nada en la boca con sus manos si otro no se lo daba y ponía,
y así, una de aquellas señoras servía de este menester. Mas
al darle de beber, no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadará
una caña, y, puesto el un cabo en la boca, por el otro le iba echando el
vino; y todo esto lo recibía en paciencia, a trueco de no romper las cintas
de la celada. Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos
y, así como llegó, sonó su silbato de cañas cuatro
o cinco veces, con lo cual acabó de confirmar don Quijote que estaba en
algún famoso castillo y que le servían con música, y que
el abadejo eran truchas, el pan candeal, y las rameras damas, y el ventero castellano
del castillo; y con esto daba por bien empleada su determinación y salida.
Mas lo que más le fatigaba era el no verse armado caballero, por parecerle
que no se podría poner legítimamente en aventura alguna sin recibir
la orden de caballería.