Advertido y medroso de esto el castellano, trajo luego un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas, y, leyendo en su manual como que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó la mano y diole sobre el cuello un buen golpe y, tras él, con su misma espada, un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre dientes, como que rezaba.
Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada,
la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, porque no fue menester
poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las proezas
que ya habían visto del novel caballero les tenía la risa a raya.
Al ceñirle la espada, dijo la buena señora:
—Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura
en lides.
Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, porque él supiese
de allí adelante a quien quedaba obligado por la merced recibida, porque
pensaba darle alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo.
Ella respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era
hija de un remendón natural de Toledo, que vivía a las Tendillas
de Sancho Bienaya, y que, dondequiera que ella estuviese, le serviría
y le tendría por señor. Don Quijote le replicó que, por
su amor, le hiciese merced que de allí adelante se pusiese don, y se
llamase “doña
Tolosa”. Ella se lo prometió, y la otra le calzó la
espuela, con la cual le pasó casi el mismo coloquio que con la de la
espada. Preguntole su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera,
y que era hija de un honrado molinero de Antequera; a la cual también
rogó don Quijote que se pusiese don, y se llamase “doña
Molinera”, ofreciéndole nuevos servicios y mercedes.
Hechas, pues, de galope y aprisa, las hasta allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora don Quijote de verse a caballo y salir buscando las aventuras, y, ensillando luego a Rocinante, subió en él, y abrazando a su huésped, le dijo cosas tan extrañas, agradeciéndole la merced de haberle armado caballero, que no es posible acertar a referirlas.
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