—No es eso –respondió don Quijote–, sino que el sabio
a cuyo cargo debe de estar el escribir la historia de mis hazañas, le
habrá parecido que será bien que yo tome algún nombre apelativo,
como lo tomaban todos los caballeros pasados: cual se llamaba el de la Ardiente
Espada; cual, el del Unicornio; aquel, el de las Doncellas; aqueste, el del
Ave Fénix; el otro, el Caballero del Grifo; estotro, el de la Muerte:
y por estos nombres e insignias eran conocidos por toda la redondez de la tierra.
Y así, digo que el sabio ya dicho te habrá puesto en la lengua
y en el pensamiento ahora que me llamases el Caballero de la Triste Figura,
como pienso llamarme desde hoy en adelante; y para que mejor me cuadre tal nombre,
determino de hacer pintar, cuando haya lugar, en mi escudo una muy triste figura.
—No hay para qué gastar tiempo y dineros en hacer esa figura –dijo
Sancho–, sino lo que se ha de hacer es que vuestra merced descubra la
suya y dé rostro a los que le miraren, que, sin más ni más
y sin otra imagen ni escudo, le llamarán el de la Triste Figura [...]
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