CAPÍTULO XXI
Que trata de la alta aventura y rica ganancia
del yelmo de Mambrino,
con otras cosas sucedidas a nuestro invencible caballero
[...]
—Dime, ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros viene sobre
un caballo rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro?
—Lo que yo veo y columbro –respondió Sancho– no es
sino un hombre sobre un asno pardo, como el mío, que trae sobre la cabeza
una cosa que relumbra.
—Pues ese es el yelmo de Mambrino –dijo don Quijote–. Apártate
a una parte y déjame con él a solas; verás cuán
sin hablar palabra, por ahorrar del tiempo, concluyo esta aventura y queda por
mío el yelmo que tanto he deseado. [...]
Es, pues, el caso que el yelmo y el caballo y caballero que don Quijote veía
era esto: que en aquel contorno había dos lugares, el uno tan pequeño
que ni tenía botica ni barbero, y el otro, que estaba junto a él,
sí; y así, el barbero del mayor servía al menor, en el
cual tuvo necesidad un enfermo de sangrarse y otro de hacerse la barba, para
lo cual venía el barbero y traía una bacía
de azófar , y quiso la
suerte que, al tiempo que venía, comenzó a llover y, porque no
se le manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía
sobre la cabeza y, como estaba limpia, desde media legua relumbraba. Venía
sobre un asno pardo, como Sancho dijo, y esta fue la ocasión que a don
Quijote le pareció caballo rucio rodado y caballero y yelmo de oro; que
todas las cosas que veía con mucha facilidad las acomodaba a sus desvariadas
caballerías y mal andantes pensamientos. Y, cuando él vio que
el pobre caballero llegaba cerca, sin ponerse con él en razones, a todo
correr de Rocinante le enristró con el lanzón bajo, llevando intención
de pasarle de parte a parte; mas, cuando a él llegaba, sin detener la
furia de su carrera, le dijo:
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