Pero el que más se admiró fue Sancho Panza, por parecerle, como era así de verdad, que en todos los días de su vida había tan hermosa criatura; y, así, preguntó al cura con ahínco le dijese quién era aquella tan fermosa señora y qué era lo que buscaba por aquellos andurriales.
—Esta hermosa señora –respondió el cura–, Sancho hermano, es, como quien no dice nada, es la heredera por línea recta de varón del gran reino de Micomicón, la cual viene en busca de vuestro amo a pedirle un don, el cual es que le desfaga un tuerto o agravio que un mal gigante le tiene fecho; y a la fama que de buen caballero vuestro amo tiene por todo lo descubierto, de Guinea ha venido a buscarle esta princesa.
—¡Dichosa buscada y dichoso hallazgo! –dijo a esta sazón Sancho Panza–; y más si mi amo es tan venturoso que desfaga ese agravio y enderece ese tuerto, matando a ese hideputa dese gigante que vuestra merced dice; que sí matará, si él le encuentra, si ya no fuese fantasma; que contra las fantasmas no tiene mi señor poder alguno. [...] Así que, señor, todo el toque está en que mi amo se case luego con esta señora, que hasta ahora no sé su gracia, y así no la llamo por su nombre.
—Llámase –respondió el cura–, la princesa Micomicona, porque, llamándose su reino Micomicón, claro está que ella se ha de llamar así.
—No hay duda en eso –respondió Sancho–; que yo he visto a muchos tomar el apellido y alcurnia del lugar donde nacieron, llamándose Pedro de Alcalá, Juan de Úbeda y Diego de Valladolid; y esto mesmo se debe de usar allá en Guinea: tomar las reinas los nombres de sus reinos.
—Así debe de ser –dijo el cura–; y en lo del casarse vuestro amo, yo haré en ello todos mis poderíos.

Con lo que quedó tan contento Sancho, cuanto el cura admirado de su simplicidad y de ver cuán encajados tenía en la fantasía los mesmos disparates que su amo. Ya en esto se había puesto Dorotea sobre la mula del cura, y el barbero se había acomodado al rostro la barba de la cola de buey, y dijeron a Sancho que los guiase adonde don Quijote estaba, al cual advirtieron que no dijese que conocía al licenciado ni al barbero, porque en no conocerlos consistía todo el toque de venir a ser emperador su amo [...]. No dejó de avisar el cura lo que había de hacer Dorotea, a lo que ella dijo que descuidasen, que todo se haría sin faltar punto, como lo pedían y pintaban los libros de caballerías.

Anterior Capítulo XXIX
Capítulo XXXV Capítulo LII
Siguiente