—Digo que así lo otorgo –respondió don Quijote–, y así podéis, señora, desde hoy más, desechar la malenconía que os fatiga y hacer que cobre nuevos bríos y fuerzas vuestra desmayada, esperanza; que, con el ayuda de Dios y la de mi brazo, vos os veréis presto restituida en vuestro reino y sentada en la silla de vuestro antiguo y grande estado, a pesar y a despecho de los follones que contradecirlo quisieren; y manos a labor, que en la tardanza dicen que suele estar el peligro.

La menesterosa doncella pugnó con mucha porfía por besarle las manos; mas don Quijote, que en todo era comedido y cortés caballero, jamás lo consintió; antes la hizo levantar y la abrazó con mucha cortesía y comedimiento; y mandó a Sancho que requiriese las cinchas a Rocinante y le armase luego al punto. Sancho descolgó las armas, que, como trofeo, de un árbol estaban pendientes, y, requiriendo las cinchas, en un punto armó a su señor, el cual, viéndose armado, dijo:
— Vamos de aquí, en el nombre de Dios, a favorecer esta gran señora.


En camino hacia el reino de Micomicón, toda la comitiva de Don Quijote
–el cura, el barbero, Cardenio, Dorotea y Sancho- llegaron una vez más a
la venta en la que estaba Maritornes, donde van a tener lugar inauditas
aventuras y se han de narrar hermosas historias. El cura encuentra entre
los libros, que ha guardado el ventero, uno que atrae su atención:
La novela del “Curioso impertinente”, decide leerla y a pedido de
algunos de los presentes, la lee en voz alta.

[...]

CAPÍTULO XXXV
Donde se da fin a la novela del “Curioso impertinente”

Mientras el cura lee la novela,


...del camaranchón donde reposaba don Quijote salió Sancho Panza todo alborotado, diciendo a voces:
—¡Acudid, señores, presto y socorred a mi señor, que anda envuelto en la más reñida y trabada batalla que mis ojos han visto! ¡Vive Dios que ha dado una cuchillada al gigante enemigo de la señora princesa Micomicona, que le ha tajado la cabeza cercén a cercén, como si fuera un nabo!

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