“–De aquí no me levantaré, ¡oh valeroso y esforzado caballero!, fasta que la vuestra bondad y cortesía me otorgue un don…”

Y, estando en esto, se llegó Sancho Panza al oído de su señor, y muy pasito le dijo:
—Bien puede vuestra merced, señor, concederle el don que pide, que no es cosa de nada: solo es matar a un gigantazo; y esta que lo pide es la alta princesa Micomicona, reina del gran reino Micomicón, de Etiopía.
—Sea quien fuere –respondió don Quijote–; que yo haré lo que soy obligado y lo que me dicta mi conciencia, conforme a lo que profesado tengo. Y, volviéndose a la doncella, dijo:
—La vuestra gran fermosura se levante; que yo le otorgo el don que pedirme quisiere.
—Pues el que pido es –dijo la doncella– que la vuestra magnánima persona se venga luego conmigo donde yo le llevare, y me prometa que no se ha de entremeter en otra aventura ni demanda alguna hasta darme venganza de un traidor que, contra todo derecho divino y humano, me tiene usurpado mi reino.

Anterior Capítulo XXIX
Capítulo XXXV Capítulo LII
Siguiente