CAPÍTULO XXXI
Que trata de muchas y grandes cosas
Suma era la alegría que llevaba consigo Sancho viéndose, a su
parecer, en privanza con la duquesa, porque se le figuraba que había
de hallar en su castillo lo que en la casa de don Diego y en la de Basilio,
siempre aficionado a la buena vida, y, así, tomaba la ocasión
por la melena en esto del regalarse cada y cuando que se le ofrecía.
Cuenta, pues, la historia que, antes que a la casa de placer o castillo llegasen,
se adelantó el
duque y dio orden a todos sus criados del modo que habían de tratar
a don Quijote, el cual, como llegó con la duquesa a las puertas del castillo,
al instante salieron dél dos lacayos o palafreneros, vestidos hasta en
pies de unas ropas que llaman de levantar de finísimo raso carmesí
y, cogiendo a don Quijote en brazos, sin ser oído ni visto, le dijeron:
—Vaya la vuestra grandeza a apear a mi señora la duquesa.
Don Quijote lo hizo, y hubo grandes comedimientos entre los dos sobre el caso;
pero, en efecto, venció la porfía de la duquesa y no quiso decender
o bajar del palafrén sino en los brazos del duque, diciendo que no se
hallaba digna de dar a tan gran caballero tan inútil carga. En fin, salió
el duque a apearla y, al entrar en un gran patio, llegaron dos hermosas doncellas
y echaron sobre los hombros a don Quijote un gran manto de finísima escarlata,
y en un instante se coronaron todos los corredores del patio de criados y criadas
de aquellos señores, diciendo a grandes voces:
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