CAPÍTULO LIII
Del fatigado fin y remate que tuvo el gobierno de Sancho Panza
Pensar que en esta vida las cosas della han de durar siempre en un estado es
pensar en lo escusado. Antes parece que ella anda todo en redondo, digo,
a la redonda: la primavera sigue al verano, el verano al estío, él
estío al otoño, y el otoño al invierno, y el invierno a
la primavera, y así torna a andarse el tiempo con esta rueda continua.
Sola la vida humana corre a su fin, ligera más que el tiempo, sin esperar
renovarse, si no es en la otra que no tiene términos que la limiten.
Esto dice Cide Hamete, filósofo mahomético; porque esto de entender
la ligereza e instabilidad de la vida presente y la duración de la eterna
que se espera, muchos sin lumbre de fe, sino con la
luz natural, lo han entendido; pero aquí nuestro autor lo dice por
la presteza con que se acabó, se consumió, se deshizo, se fue
como en sombra y humo el gobierno de Sancho.
El cual, estando la séptima noche de los días de su gobierno en
su cama, no harto de pan ni de vino, sino de juzgar y dar pareceres y de hacer
estatutos y pragmáticas, cuando el sueño, a despecho y pesar de
el hambre, le comenzaba a cerrar los párpados, oyó tan gran ruido
de campanas y de voces, que no parecía sino que toda la ínsula
se hundía. Sentose en la cama y estuvo atento y escuchando, por ver si
daba en la cuenta de lo que podía ser la causa de tan grande alboroto;
pero no sólo no lo supo, pero añadiéndose al ruido de voces
y campanas el de infinitas trompetas y atambores, quedó más confuso
y lleno de temor y espanto, y, levantándose en pie, se puso unas chinelas
por la humedad del suelo, y sin ponerse sobrerropa de levantar ni cosa que se
pareciese, salió a la puerta de su aposento a tiempo cuando vio venir
por unos corredores más de veinte personas con hachas encendidas en las
manos y con las espadas desenvainadas, gritando todos a grandes voces:
—¡Arma, arma, señor gobernador, arma!; que han entrado infinitos
enemigos en la ínsula, y somos perdidos si vuestra industria y valor
no nos socorre.
Con este ruido, furia y alboroto llegaron donde Sancho estaba, atónito
y embelesado de lo que oía y veía, y, cuando llegaron a él,
uno le dijo:
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