La tierra
Ensayo elaborado por Silvia Scheinkman.
Si la masa ígnea que al principio fue la Tierra tan solo hubiera girado sobre sí misma y alrededor del sol hasta compactarse y enfriarse, guardando en su centro el recuerdo de su origen sin vomitarlo a través de sus volcanes, no se habría transformado la atmósfera que había nacido con ella. Si estos gases indeseados no se hubieran aquietado en las alturas en las nubes que eligieron como hogar, no habrían aparecido las lluvias. Si el agua que cayó continua en su superficie hubiera salpicado nada más el polvo sin devenir en la abundancia, no habrían tenido lugar los grandes océanos.
Y si los primeros reptiles que habitaron las lagunas, pantanos y ríos hubieran seguido deleitándose en ellos sin llegar a tener la loca ocurrencia de abandonarlos y aventurarse en el barro; si los dinosaurios hubieran subsistido sin que una supuesta lluvia de meteoros acabara con ellos; si los primates hubieran tenido alimento suficiente sobre los árboles sin tener que bajar al llano para conseguirlo y hubieran mantenido el pulgar sin oposición en sus manos, entonces, tal vez, no habría aparecido el hombre.
Cuando lo hizo, como las demás especies, tuvo que aprender a sobrevivir, a buscar refugio, comida, a luchar y a convivir con los suyos. Y mientras todas ellas se desarrollaban, la Tierra fue solícita y les brindó sus recursos. Entregó a todas por igual el aire, el agua, la piedra, la guarida, la tierra, el fruto. Pero el hombre fue el único que consideró que tenía el derecho de convertirlos en propios.
Cuánto estaba ya predeterminado, como la información dentro de la semilla que la convierte en flor o en árbol, o la que dentro del lobo lo impulsa a defender a su manada con ferocidad y a inhibir sus instintos agresivos ante la hembra que mordisquea su hombro, no lo sabemos. Pero si en la naturaleza se cumple el proceso dialéctico de lo que es hacia lo que todavía no es, de la esencia que entra en la existencia dejando de ser una mera posibilidad; si aquello que se encuentra dentro de algo se desarrolla hasta destruirlo y se entreteje como algo nuevo y distinto; si todo muere para convertirse en aquello para lo que está destinado, ¿por qué la Tierra habría de ser la excepción? Deberá cumplir también con la magia del cambio permanente en todas las cosas.
El hombre desempeñó un papel en este proceso. Guerras y conquistas, demarcación de límites y fronteras, pobre Tierra, la cortaron en pedazos. Se adueñaron de sus ríos, sus montañas y sus valles, de sus océanos y sus profundidades, se adueñaron de todos sus hijos. Hasta del aire se adueñaron.
Si en la naturaleza se cumple el proceso dialéctico de lo que es hacia lo que todavía no es, ¿por qué la Tierra habría de ser la excepción?
Hubo voces que quisieron frenar tanta soberbia, como las de Galileo y Giordano, que buscaron quitar al hombre del centro en el que se había colocado, bajarlo de su pedestal, pero fueron acalladas en la hoguera. Y todo aquello que la Tierra brindara con tanta generosidad fue escamoteado, ultrajado, corrompido. La pequeñez del hombre no le permitió administrar tanta grandeza y desde su tan acotada visión sólo supo destruir las riquezas que ella le ofrecía.
Envenenó los mares y enfermó a sus habitantes con petróleo y con sus desechos. Contaminó la atmósfera con radiación, con el hollín de sus industrias y la combustión de sus transportes. Arrancó de sus entrañas cuanto pudo de carbón y de diamantes. Terminó con especies únicas de animales y de plantas. El cemento cubrió el planeta y no le dejó espacio libre para que respirara.
Y la Tierra empezó a convulsionarse, enferma por tanto ataque. Se sacudió con temblores que tiraron abajo ciudades enteras. Desde abajo del mar salieron sus espasmos y las olas se levantaron sobre playas y aldeas. Desde el corazón ardido salió su grito y los volcanes lo lanzaron sobre las laderas. Los bosques incendiados dejaron esqueletos de animales perdidos, los campos se nublaron con el humo indecente.
Pero el hombre siguió sin darse cuenta y sus cohetes buscaron entonces otro planeta donde seguir con su tarea.
La tierra, por Silvia Scheinkman.