—No, no –dijo el barbero–, Sancho Panza, si vos no nos decís
donde queda, imaginaremos, como ya imaginamos, que vos le habéis muerto
y robado, pues venís encima de su caballo; en verdad que nos habéis
de dar el dueño del rocín o, sobre
eso, morena.
—No hay para qué conmigo amenazas, que yo no soy hombre que robo
ni mato a nadie: a cada uno mate su ventura, o Dios, que le hizo. Mi amo queda
haciendo penitencia en la mitad desta montaña, muy a su sabor.
Y luego, de corrida y sin parar, les contó de la suerte que quedaba,
las aventuras que le habían sucedido, y cómo llevaba la carta
a la señora Dulcinea del Toboso, que era la hija de Lorenzo Corchuelo,
de quien estaba enamorado hasta los hígados. Quedaron admirados los dos
de lo que Sancho Panza les contaba y, aunque ya sabían la locura de don
Quijote y el género della, siempre que la oían se admiraban de
nuevo. Pidiéronle a Sancho Panza que les enseñase la carta que
llevaba a la señora Dulcinea del Toboso; él dijo que iba escrita
en un libro de memoria, y que era orden de su señor que la hiciese trasladar
en papel en el primer lugar que llegase; a lo cual dijo el cura que se la mostrase,
que él la trasladaría de muy buena letra. Metió la mano
en el seno Sancho Panza buscando el librillo, pero no le halló, ni le
podía hallar si le buscara hasta agora, porque se había quedado
don Quijote con él, y no se le había dado, ni a él se le
acordó de pedírsele. Cuando Sancho vio que no hallaba el libro,
fuésele parando mortal el rostro, y, tornándose a tentar todo
el cuerpo muy apriesa, tornó a echar de ver que no le hallaba y, sin
más ni más, se echó entrambos puños a las barbas
y se arrancó la mitad de ellas, y luego, apriesa y sin cesar, se dio
media docena de puñadas en el rostro y en las narices, que se las bañó
todas en sangre. Visto lo cual por el cura y el barbero, le dijeron que qué
le había sucedido, que tan mal se paraba.
—¿Qué me ha de suceder? –respondió Sancho–
sino el haber perdido de una mano a otra, en un estante, tres pollinos, que
cada uno era como un castillo.
—¿Cómo es eso? –replicó el barbero.
—He perdido el libro de memoria –respondió Sancho–,
donde venía carta para Dulcinea y una cédula firmada de su señor,
por la cual mandaba que su sobrina me diese tres pollinos, de cuatro o cinco
que estaban en casa.
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