—Señor, a este buen hombre le presté días ha diez
escudos de oro en oro, por hacerle placer y buena obra, con condición
que me los volviese cuando se los pidiese. Pasáronse muchos días
sin pedírselos, por no ponerle en mayor necesidad de volvérmelos
que la que él tenía cuando yo sé los presté; pero,
por parecerme que se descuidaba en la paga, se los he pedido una y muchas veces,
y no solamente no me los vuelve, pero me los niega, y dice que nunca tales escudos
le presté, y que, si se los presté, que ya me los ha vuelto. Yo
no tengo testigos ni del prestado ni de la vuelta, porque no me los ha vuelto.
Querría que vuesa merced le tomase juramento y, si jurare que me los
ha vuelto, yo se los perdono para aquí y para delante de Dios.
—¿Qué decís vos a esto, buen viejo del báculo?
-dijo Sancho.
A lo que dijo el viejo:
—Yo, señor, confieso que me los prestó, y baje vuesa merced
esa vara, y, pues él lo deja en mi juramento, yo juraré como se
los he vuelto y pagado real y verdaderamente.
Bajó el gobernador la vara, y, en tanto, el viejo del báculo dio
el báculo al otro viejo, que se le tuviese en tanto que juraba, como
si le embarazara mucho, y luego puso la mano en la cruz de la vara, diciendo
que era verdad que se le habían prestado aquellos diez escudos que se
le pedían, pero que él se los había vuelto de su mano a
la suya, y que por no caer en ello se los volvía a pedir por momentos.
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