Por cuyas persuasiones y vituperios probó el pobre gobernador a moverse, y fue dar consigo en el suelo tan gran golpe que pensó que se había hecho pedazos. Quedó como galápago encerrado y cubierto con sus conchas, o como medio tocino metido entre dos artesas , o bien así como barca que da al través en la arena, y no por verle caído aquella gente burladora le tuvieron compasión alguna; antes, apagando las antorchas tornaron a reforzar las voces y a reiterar el ¡arma! con tan gran priesa, pasando por encima del pobre Sancho, dándole infinitas cuchilladas sobre los paveses, que si él no se recogiera y encogiera metiendo la cabeza entre los paveses, lo pasara muy mal el pobre gobernador; el cual, en aquella estrecheza recogido, sudaba y trasudaba, y de todo corazón se encomendaba a Dios que de aquel peligro le sacase. Unos tropezaban en él, otros caían, y tal hubo quien se puso encima un buen espacio, y, desde allí, como desde atalaya, gobernaba los ejércitos, y a grandes voces
decía:
—¡Aquí de los nuestros: que por esta parte cargan más los enemigos! ¡Aquel portillo se guarde, aquella puerta se cierre, aquellas escalas se tranquen! ¡Vengan alcancías, pez y resina en calderas de aceite ardiendo! ¡Trinchéense las calles con colchones!

En fin, él nombraba con todo ahínco todas las baratijas e instrumentos y pertrechos de guerra, con que suele defenderse el asalto de una ciudad, y el molido Sancho, que lo escuchaba y sufría todo, decía entre si:
—¡Oh, si mi Señor fuese servido que se acabase ya de perder esta ínsula, y me viese yo, o muerto o fuera desta grande angustia!

Oyó el cielo su petición y, cuando menos lo esperaba, oyó voces que decían:
—¡Vitoria, vitoria, los enemigos van de vencida! ¡Ea, señor gobernador, levántese vuesa merced!; y venga a gozar del vencimiento y a repartir los despojos que se han tomado a los enemigos, por el valor dese invencible brazo.

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