—Levántenme –dijo con voz doliente el dolorido Sancho.
Ayudáronle a levantar y, puesto en pie, dijo:
—El enemigo que yo hubiere vencido quiero que me lo claven en la frente.
Yo no quiero repartir despojos de enemigos, sino pedir y suplicar a algún
amigo, si es que le tengo, que me dé un trago de vino, que me seco; y
me enjugue este sudor, que me hago agua.
Limpiáronle, trujéronle el vino, desliáronle los paveses,
sentose sobre su lecho, y desmayose del temor del sobresalto y del trabajo.
Ya les pesaba a los de la burla de habérsela hecho tan pesada; pero el
haber vuelto en sí Sancho les templó la pena que les había
dado su desmayo. Preguntó qué hora era; respondiéronle
que ya amanecía. Calló, y, sin decir otra cosa, comenzó
a vestirse, todo sepultado en silencio, y todos le miraban y esperaban en qué
había de parar la priesa con que se vestía. Vistiose en fin, y
poco a poco, porque estaba molido y no podía ir mucho a mucho, se fue
a la caballeriza, siguiéndole todos los que allí se hallaban,
y, llegándose al rucio, le abrazó y le dio un beso de paz en la
frente y, no sin lágrimas en los ojos, le dijo:
—Venid vos acá, compañero mío y amigo mío,
y conllevador de mis trabajos y miserias; cuando yo me avenía con vos,
y no tenía otros pensamientos que los que me daban los cuidados de remendar
vuestros aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas,
mis días y mis años; pero después que os dejé y
me subí sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se me
han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos.
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