—¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En
fin, sus misericordias no tienen límite ni las abrevian ni impiden los
pecados de los hombres.
Estuvo atenta la sobrina a las razones del tío, y pareciéronle
más concertadas que él solía decirlas, a lo menos en aquella
enfermedad, y preguntole:
—¿Qué es lo que vuesa merced dice, señor? ¿Tenemos
algo de nuevo? ¿Qué misericordias son estas o qué pecados
de los hombres?
—Las misericordias –respondió don Quijote–, sobrina,
son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las
impiden mis pecados. Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas
de la ignorancia que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda
de los detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates
y sus embelecos y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde
que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa, leyendo otros que sean luz
del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de muerte; querría hacerla de
tal modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala que
dejase renombre de loco; que, puesto que lo he sido, no querría confirmar
esta verdad en mi muerte. Llámame, amiga, a mis buenos amigos: al cura,
al bachiller Sansón
Carrasco y a maese Nicolás el barbero; que quiero confesarme y hacer
mi testamento.
Pero de este trabajo se escusó la sobrina con la entrada de los tres.
Apenas los vio don Quijote, cuando dijo:
—Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote
de la Mancha, sino Alonso Quijano a quien mis costumbres me dieron renombre
de Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva
de su linaje, ya me son odiosas todas las historias profanas de la andante caballería,
ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído,
ya, por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino.
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