Y confieso a vuestra merced una verdad, señor don Quijote: que hasta
aquí he estado en una grande ignorancia; que pensaba bien y fielmente
que la señora Dulcinea debía de ser alguna princesa de quien vuestra
merced estaba enamorado, o alguna persona tal, que mereciese los ricos presentes
que vuestra merced le ha enviado, así el del vizcaíno como el
de los galeotes, y otros muchos que deben ser, según deben de ser muchas
las vitorias que vuestra merced ha ganado y ganó en el tiempo que yo
aún no era su escudero. Pero bien considerado, ¿qué se
le ha de dar a la señora Aldonza Lorenzo, digo, a la señora Dulcinea
del Toboso, de que se le vayan a hincar de rodillas delante della los vencidos
que vuestra merced le envía y ha de enviar? Porque podría ser
que al tiempo que ellos llegasen estuviese ella rastrillando lino, o trillando
en las eras, y ellos se corriesen de verla, y ella se riese y enfadase del presente.
[...]
Respondiole don Quijote:
—Bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo
es hermosa y honesta; y, en lo del linaje, importa poco, que no han de ir a
hacer la información dél para darle algún hábito,
y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo. Porque has
de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a amar más
que otras, que son la mucha hermosura y la buena fama, y estas dos cosas se
hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna le iguala,
y en la buena fama pocas le llegan. Y para concluir con todo, yo imagino que
todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada; y píntola
en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la
principalidad, y ni la llega Helena ni la alcanza Lucrecia ni otra alguna de
las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara
o latina. Y diga cada uno lo que quisiere; que, si por esto fuere reprehendido
de los ignorantes, no seré castigado de los rigurosos.
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